No siempre, en efecto, es el habla popular la equivocada. Un ejemplo más lo tenemos en cónyuge.
«Cónyuge» viene directamente del latín coniugem, acusativo de coniux. Y significaba exactamente eso: «cónyuge». Pero su etimología remite a iugum, el yugo a que se uncían los bueyes, el yugo bajo el que se hacía pasar a los vencidos según recordaba Cicerón, el yugo que padecían los esclavos: el yugo. «Carne de yugo», otro verso de Miguel Hernández también llevado a la música. De forma que ser cónyuges significaba estar uncidos al mismo yugo, al mismo carro y al mismo remo. A la misma vida.
Pero de nuevo topamos con la fonética. La g latina no tenía ante ninguna vocal el sonido fricativo, velar y sordo de nuestra j, de forma que coniugem se pronunciaba siempre coniuguem. Hasta hace no mucho el pueblo, por instinto o por alguna rara memoria ancestral, siguió diciendo cónyugue, ignorando o resistiéndose a la pronunciación establecida procedente de la presión de la palabra escrita, de aquella g que no llevaba u detrás. O acaso, también de modo instintivo, solo pretendía sacudirse el yugo impuesto por la académica cama de Procrustes o por tanto corrector ultra.