Un lector bienhumorado me reprocha que, en el rincón anterior, al intentar descifrar la etimología de la palabra reloj, haya entreabierto otra puerta sin cerrarla. Se refería al paréntesis abierto a propósito de clepsydra: «otra palabra griega que aludía al discurrir furtivo de las aguas».
No fue casual el adjetivo. Porque la propia palabra clepsidra, además de ydros [= que no solo significaba agua a secas, sino el agua que medía el tiempo de los oradores como los cronómetros el de los ajedrecistas], tiene en su raíz el verbo clepto [= ‘robar’]. Como si todo reloj nos robara con el agua el tiempo que ella simboliza. En Tres tristes tigres, Cabrera Infante vio así la conjunción de agua y tiempo: «El mar es otro tiempo o el tiempo visible, otro reloj. El mar y el cielo son las dos ampollas de un reloj de agua: eso es lo que es: una clepsidra eterna, metafísica».
Como el agua, el tiempo furtivo y huidizo. Quevedo lo había dicho en un memorable soneto: «¡Cómo de entre mis manos te resbalas…!». También en el adjetivo furtivo anda enredando la misma cleptómana raíz, en este caso latina. Porque «furtivo» sale de furtum [= ‘hurto’] y este de fur [= ‘ladrón’]. El tiempo, como el río de Heráclito, ladrón de edades, de belleza, de vida. Pablo de Tarso (1Tes 5,2.4) y el desconocido autor del Apocalipsis (3,3) advirtieron que el día del Señor, el fin del tiempo, vendría «como un ladrón» (tamquam fur). Francisco de Rioja acabaría resumiéndolo en dos endecasílabos:
«Como se van las aguas de este río
para nunca volver, así los años».