Por fin la claraboya, libre ya de senderos que se cruzan, deja pasar la luz del diccionario. Es esta una de esas palabras —a las que ya empezamos a acostumbrarnos— cuyo origen primero oculta otro más lejano. Porque la claraboya, esa ventana abierta en los tejados o en lo alto de una pared, nos vino del francés claire-voie, que significa «vía clara», camino para el paso de la luz; y así, en francés —aparte de otras acepciones— lo mismo significa «claraboya» que «ventanal», e incluso las «vidrieras» de una catedral gótica.
Pero, aun habiendo venido del francés, es una palabra netamente latina; es decir, dos, pues el francés la construyó sobre el latín clara via, de idéntico significado.
Tomada del francés, parecería un préstamo dieciochesco. Y, sin embargo, ya Góngora, en un romance de 1586, habla de un «sagrado templo»,
de claraboyas ceñido
por do los rayos solares
entran a dorar a quien
les da la lumbre que valen…
Y don Quijote, refiriéndose al famoso Panteón romano, la utiliza tres veces a pocas líneas de distancia:
«Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y es el edificio que más entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma, y es el que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus fundadores: él es de hechura de una media naranja, grandísimo en extremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y memorable arquitectura; y, habiéndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: “Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en el mundo”…» (II,8).
Por ellas entra el sol como por las palabras la luz a la morada del ser. Y, a veces —ya se ve—, las tentaciones. No sin ironía las abre Galdós en el mismo episodio de Espartero: «…las enjutas carnes se le veían por distintas claraboyas de la chaqueta y el pantalón» (cap. 29). Todo es luz, si ya no luces.