Bien sabía yo que el hígado, aparte de segregar bilis, acarrearía consecuencias. Mi sobrina Claudia —que con sus diez años no anda escasa de vocabulario—, tras leer las digresiones del ‘hígado’ de marras, vino a decirme, sine ira nec metu, que yo escribía y hablaba «un poco raro». O sea, no sé cómo explicarme —añadió—, es que estás un poco «chapado a la antigua». Claudia, que conoce la frase y la usa con intención, ignora el alcance del chapado y de la chapa.
Porque chapado, inevitablemente, viene de chapa. El DILE la liquida rápidamente como «voz onomatopéyica». Pero la onomatopeya ha dado mucho de sí, pues el propio DILE registra hasta veinte acepciones, y eso que todavía no ha incluido ‘dar la chapa’, ‘ser un chapa’ o ‘¡vaya chapa!’, que con toda seguridad Claudia conoce y usa. Entre esa veintena de acepciones se halla la ‘placa’ policial, que, por sinécdoque, ha originado que en Ecuador se llame chapa al propio policía. (Yo mismo conocí a un brigada de paracaidismo al que llamábamos el Chapas, por la cantidad de ellas que ostentaba en el uniforme). Y todo ello sin contar sus derivaciones, como este chapado a la antigua que nos ocupa y preocupa.
Corominas, que admite el origen incierto de chapa, la considera «probablemente del mismo origen que el catalán y occitano clapa, ‘cada una de las manchas o manchones que salpican una superficie’». En cualquier caso, ya desde su primera documentación en 1403 —«dos chapas de freno»—, el significado es claro, y así lo puntualiza Corominas: «‘lámina u hoja de metal, madera, etc., especialmente la usada para cubrir la superficie de algo’, antiguamente ‘cada uno de los pedazos de chapa encajados en una superficie (p. ej., en los arneses de un caballo)’». Concluye que «el uso de chapas en plural para ‘pedazos de metal embutidos o encajados’ aparece insistentemente en la época antigua: “Estos paramentos estaban guarnidos de unas chapas de plata”, G. de Clavijo, 1406-12». Si espontáneamente tendemos a pensar en la chapa de hojalata, ya vemos que aquí el metal ha aumentado de valor.
Un siglo después, en el Tirante el Blanco de Martorell encontramos toda una galería de caballeros que «pasó delante del Rey, todos muy bien armados en muy linda orden, y los caballos con paramentos de brocado chapado de oro y de plata» (cap. XXXIX [41]). Y ya metidos en la armadura, no tardaremos en ver morriones (o cascos) también chapados de oro, hasta llegar al Inca Garcilaso, quien, recordemos, murió un 23 de abril de 1616, el mismo día y año que Cervantes. En sus Comentarios reales, ponderando el esplendor y riqueza de los Incas, no solo veremos «vestidos chapados de oro y plata y guirnaldas de lo mismo en las cabezas» (VI, 20), sino «edificios y casas reales», cuyas «portadas estaban chapadas de oro con engastes de piedras finas, esmeraldas y turquesas», y «un famoso templo al Sol, asimismo chapado de oro y plata» (VIII, 5). En otro lugar certifica que los «templos de las provincias también estaban chapados de oro y plata, que competían con el del Cozco» (III, 24).
Pero a principios del siglo XVI este valor de la chapa y el chapado se había trasladado a las personas. Y así, ya hacia 1514, Torres Naharro, en su Comedia Trofea, hace decir al pastor Mingo Oveja
«que para hablar, en fin,
delante un rey o de un papa,
debe ser hombre de chapa
que sepa medio latín» (vv. 1311-15).
Como vemos, un hombre de chapa es un ‘hombre de calidad’. Tampoco Cervantes desdeñó la frase y la incorporó al Quijote. A don Quijote, el Caballero del Verde Gabán le pareció «hombre de chapa» (II 16.34), y Sancho juzgó a Aldonza Lorenzo «moza de chapa» (I 25.158); en ambos casos se encarecía su capacidad y mérito: en el primero, la discreción y buenas prendas del hidalgo don Diego de Miranda, y en el segundo, el brío y vigor de la garrida moza (bien es verdad que el socarrón de Sancho añadió al elogio otras virtudes, como la de ser «hecha y derecha y de pelo en pecho»). Y, como en el origen de todas estas digresiones estaba el hígado, mira por dónde Gonzalo Correas, en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales, de 1627, al lado de «fórmulas y frases» como: «Es hombre de hígados; tiene hígados», recoge sus paralelas «Es hombre de pecho y brío; es hombre chapado (por el de valor y buenas partes)». La definición de chapado ya nos la había dado Covarrubias: «Chapado, el hombre de hecho y de valor, porque va guarnecido con su virtud y esfuerzo»: como con chapas, podría haber agregado. Quevedo nos obsequió con «un mozo chapado» en la jácara de «Las cañas que jugó Su Majestad cuando vino el Príncipe de Gales» (v. 197). Ya tenemos la chapa y el chapado.
Así, pues, si de la chapa de hojalata pudimos saltar a la de plata, y de ahí al chapado incluso de oro, lo mismo pasó con las personas: mozos o viejos, los hombres de chapa pasaron a ser chapados. En la tercera parte del Criticón, dedicada al «invierno de la vejez», Gracián pedía a los viejos, «como maestros de prudencia y catedráticos de experiencia», que dieran «consejos por oficio […]. Darán su voto en todo, aunque no les sea demandado, que monta más el de un solo viejo chapado que los de cien mozos caprichosos» (Criticón, III, 2, Cátedra, Bibl. Aurea, 2011, p. 1121). Ya se ve: del viejo el consejo.
Pero de ‘viejo’ a ‘antiguo’ no hay ni un paso, y en algún momento a chapado se le añadió una insidiosa coletilla: a la antigua. Todavía en Mesonero Romanos (estamos en 1837) tiene una connotación positiva, de seriedad con las cosas, y en una de sus Escenas y tipos matritenses («Madrid a la luna», Cátedra, p. 322) se reconoce a sí mismo como «un hombre concienzudo y chapado a la antigua, que gusto de estudiar lo que he de escribir». Pero ya desde el siglo anterior la percepción popular era muy otra. Carmen Martín Gaite, en su estupendo ensayo Usos amorosos del dieciocho en España, recoge esa apreciación (o, por mejor decir, depreciación): «El hombre fino era social, civil, civilizado, y tenía que demostrarlo diferenciándose, tanto en sus actitudes como en sus ropas, de la imagen rancia y grosera del ciudadano chapado a la antigua. Los adjetivos rancio, grosero y rústico, que son los que se usan de preferencia para ridiculizar tales comportamientos, se ven reforzados con una gama de epítetos similares, como añejo, indigesto, incómodo, espantadizo, miserable, ingrato e incivil» (OC IV, Madrid/Barcelona, Espasa/Círculo de Lectores, 2015, pp. 884-85). Si a esto añadimos el retrato que hace Francisco Ayala del tío Jesús en La cabeza del cordero —«un tipo chapado a la antigua, intransigente y agresivo, tradicionalista, lo que durante cierta época se motejó de cavernícola» (Cátedra, p. 193)—, tendremos un dibujo poco halagüeño del hombre chapado a la antigua.
Reconozco que no me gustaría ser ganado de semejante grey, y que preferiría contenerme, como Mesonero Romanos, en los límites del hombre que «gusta de estudiar lo que ha de escribir»; pero esto tendrá que resolverlo Claudia. Me tranquiliza saber de buena tinta que don Euclides Cantero no pertenece a tal rebaño, aunque Claudia haya dejado entrever (o entreoír) que también él está un poco chapado a la antigua. Por fortuna, el DILE suaviza un poco tan negro juicio y define chapado a la antigua solo como persona «muy apegada a los hábitos y costumbres de sus mayores». Incluidos, lo sospecho, los modos de hablar y de escribir.
Ya es de agradecer que la amable Claudia no nos relegara a meras «antiguallas» y lo dejara solamente en un chapado que, como sabemos, a poco que se rasque puede acabar cayendo y dejando el reluciente oro en mero hierro o plomo, itinerario inverso al de los célebres alquimistas medievales.
Está claro que la chica tiene muy buen oído y buena conciencia lingüística, y que tampoco le apetece que le «demos la chapa» con nuestras disquisiciones eruditas, pero escritas quedan mientras aguante el digital universo, para que Claudia y Samuel y cuantos sobrinos y parentela haya las disfruten más adelante y descubran que gracias a la orfebrería de su tío disponen de hermosos y nobles materiales con los que embellecer su discurso y engalanar su elocuencia, como aquellos romanos que descubrían atónitos cómo los griegos —precursores en el trajín de la mollera— les llevaban ventaja en el arte de la oratoria y la abstracción y no tenían empacho en tomarles prestados centenares de vocablos y manifestar admirados: Erat Italia tum plena Graecarum artium ac disciplinarum.
Y tengo yo para mí que en algún momento la Docta Casa barajó como origen de «chapa» lo que San Martín partió para el indigente —o «sin hogar», que se dice ahora—, pero dejemos al santo lo suyo y no caigamos en remover etimologías que quizá carezcan de sólidos cimientos.
Sea como sea, puede que nuestra espabilada Claudia haga un mohín de pasmo y desagrado cuando lea lo que mis ojos leyeron ayer en primera plana de un diario de gran difusión (respeto el uso de las comillas originales): «En Dublín: Vetados todos los ‘influencers’ de un hotel por el «morro» de una youtuber».
Y es que ya no estamos ante la chapa moderna, sino que nos venden un contrachapado sin gracia ni salero.
A fe, señor don Euclides, que estoy por decirle como el duque a Sancho: «Con vos me entierren, que sabéis de todo» (II 42.14).
Y ya que su merced ha hecho una notable elipsis con la de san Martín, por si en el origen de la chapa hubiera una capa, recordaré otro momento quijotesco de saludable ironía y cierta desenvoltura. Fue aquel en que don Quijote se encontró con unos labradores que llevaban unas imágenes de retablo para la iglesia de la aldea. Entre ellas iba la de san Martín, «y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:
—Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo.
—No debió de ser eso —dijo Sancho—, sino que se debió de atener al refrán que dicen: que “para dar y tener, seso es menester”» (II 58.21-24).
Y, pues la duquesa le recordó a Sancho que «debajo de mala capa suele haber buen bebedor» (II 33.73), dejemos por hoy de averiguar si la capa está debajo o encima de la chapa, porque hasta para escribir y leer seso es menester.
Pues me apetece comentar que los que trabajan la chapa, se llaman chapistas y no solo los hay que trabajan la chapa de los coches sino que hubo un tiempo, en que hubo Carpinterías Metálicas. donde se hacían muebles metálicos, con chapa…, claro. Usaban herramientas que se llamaban, por ejemplo: Tas, Gramil, Plegadora, esta última era unaMáquina herramienta con la que se hacían los pliegues en la chapa, para conformar los muebles de cocina, de oficina, etc. que tanto se vieron allá por los años sesenta, creo que no había cocina en la que no colgase alguno de aquellos armarios, que duraban tantos años…Una curiosidad, o a mí me lo parece , es que por entonces los talleres que hacían estos muebles y como ya he dicho, se llamaban Carpintería Metálica, yo creo que fue la primera vez que la palabra carpintería dejo de estar asociada única y exclusivamente a la dúctil y noble madera. Bueno, pues eso. Saludos.