Acabo de leer Fuga y Contrapunto, el libro póstumo de mi amigo Pepe Mas, poeta ciego que supo salir notablemente airoso de un destino adverso. No sin humor e ironía a veces, como en el poema «Abluciones», donde escribe: «Y fui testigo mudo —lo de ciego / carecía de mérito—…». Pues bien, en el último poema del libro hallamos estos versos:
Los frutos y los besos, ya maduros,
caen crujiendo de oro y culpa
en la bandeja ondulante
de la hierba cencida.
Pepe Mas construyó su poética sin necesidad de recurrir a los secretos del diccionario como Azorín o Miró. Pero cencida no es una palabra tan frecuente como para que permanezca a flote en la memoria, e incluso su origen es incierto. El DRAE apunta a un inseguro sancitus, ‘prohibido’, y define tal adjetivo como: «Dicho de la hierba, de una dehesa o de un terreno: Que aún no ha sido hollado».
Covarrubias no lo conoce, y el Diccionario de Autoridades —que remite al latín glabreta, -orum, y no por vía etimológica, sino semántica— da una definición muy semejante: «cosa árida, inculta, erial, no hollada ni cursada»[1]. Su «autoridad» es el Arte de ballestería y montería (1644), de Alonso Martínez de Espinar, que hablando de las liebres dice: «…son de su naturaleza limpísimas y amigas de tierra cencida, que no esté hollada de otra cosa» (lib. 2, cap. 42).
(Esto de la limpieza de las liebres me picó la curiosidad, y fui a buscar la continuación del texto, que no deja tan bien parados a los conejos: «…y así generalmente en parte que hay muchos conejos no se multiplican las liebres, porque el conejo es de suyo puerco y siempre guarda una querencia cerca de su vivera, y la tierra que alcanzan la huellan y ensucian mucho con su estiércol y orín, lo cual es contra el natural de la liebre, y por esta causa no se conservan juntos». Quizá por eso el quijotesco doctor Pedro Recio de Agüero, natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y graduado por la universidad de Osuna, prohibió a Sancho comer «de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo» [II, 47]. Pero esa es otra historia).
Corominas, en cambio, que da cencido como una variante fonética y luego ortográfica de sencido, la documenta por primera vez en Gonzalo de Berceo, allá por mil doscientos cincuenta y tantos. Un conocido poema de Antonio Machado, titulado «Mis poetas», empieza con Berceo, «poeta y peregrino, / que yendo en romería acaeció en un prado…». Si Machado no nos hubiera hurtado el verso siguiente de los Milagros de Nuestra Señora, habríamos podido leer: «…yendo en romería caeçí en un prado, / verde e bien sençido, de flores bien poblado» (2bc). Y Corominas, que admite siquiera como posibilidad la etimología propuesta por Leo Spitzer y más tarde recogida en el DRAE, concluye: «…sencido sería el latín sancitus, que además de ‘estatuir, consagrar, establecer’ ya significaba ‘prohibir’ y ‘castigar’ en latín clásico: “erranti viam non monstrare, quod Athenis exsecrationibus publicis sancitum est”, “incestum pontifices supremo supplicio sanciunto” Cicerón, etc. Luego pratum sancitum, ‘prado prohibido’, ‘aquel que permanece intacto’, y comp. las frases andaluzas arriba citadas [del tipo “entró la piara de cabras en lo sencido”] y el castellano dehesa defensa ‘prohibida’. Es pues, uno de tantos arcaísmos latinos jurídicos y de toda índole, que se han salvado en castellano».
Ya tenemos armada la palabra que José Mas nos ha ofrecido. Pero ¿por qué surgió tan nítida en uno de sus últimos poemas? Conociendo la devoción de Pepe por Gabriel Miró no es improbable que hubiera hallado la palabra, y aun el sintagma completo, en Nuestro Padre San Daniel: «Paulina bajó a la vera. Sentía un ímpetu gozoso de retozar y derribarse en la hierba cencida, que crujía como una ropa de terciopelo» (III, 3, Madrid, Cátedra, 1988, pág. 190). Y en su forma masculina, el propio Miró la repite en una de las Figuras de la Pasión del Señor: «Las bayaderas componían danzas de dryadas y pastoras en un suelo verde y cencido» («Pilato», Barcelona, Plaza & Janés, 1984, pág. 210). Porque Miró sí, Miró elige los vocablos con infinito cuidado y pone a prueba al lector con su «precisión conceptual y enorme variedad». Lo ha dicho Juan Luis Suárez Granda en la citada edición de Plaza & Janés: «El lector, aun el más culto, tendrá que hacer uso intenso del diccionario» (págs. 42-43).
Tampoco fue palabra ignorada de Dámaso Alonso, que en La poesía de san Juan de la Cruz (Desde esta ladera) dejó escrito: «Pensemos ahora en dónde podrá residir, por lo que al lenguaje se refiere, esa impresión de novedad, de infinita llanura, virginal, cencida, sobre la que corren brisas recién creadas, que nos da el arte de este poeta» (OC II, Madrid, Gredos, 1972, pág. 1004).
Cencido, cencida. Palabra olvidada y digna de memoria —algo que recordar—, pues tras el paso de esta bárbara guerra dineraria declarada contra la dignidad del ser y del (bien)estar, que nos ha destruido y prosigue insaciable su curso y su discurso, difícil será volver a encontrar hierba cencida en el inculto yermo devastado.
[1] En realidad glabreta, que es el neutro plural de glaber, ‘pelado’, es empleado por Columela para designar ‘lugares pelados, sin hierbas ni plantas’, es decir, solo la primera mitad de la definición; mientras que el ‘pelado’ del singular se aplica más bien al ‘calvo’ o ‘rapado’, como en Plauto. En algún manuscrito de El asno de oro Apuleyo habría utilizado la comparación cucurbita glabriorem (5,9,8) para designar a un marido «más pelado que una calabaza»; aunque finalmente han prevalecido los manuscritos que transcriben directamente cucurbita caluiorem («más calvo que una calabaza»).