Estimado capitán Crespo:
Reconozco que me dirigí a usted hace ya unos días de forma un tanto precipitada, algo que yo achacaba a la alegría y a la emoción de poner por escrito algunas peripecias que me llevaron a seguir sus huellas por el mundo (mera ilusión la mía tantas veces, ya que, a punto de acercarme, sus pasos se desvanecían como la estela que deja una goleta en alta mar).
Me propongo en esta segunda carta desandar parte del camino y aflojar algunos nudos de la madeja, a ver si aparejamos con unas costuras más firmes lo que vamos tejiendo en esta correspondencia y ponemos un poco de orden, no vaya a ser que empecemos la casa por el tejado.
En el Pacífico nos quedamos en la primera carta y allí regresamos. Precisamente, el aguacero que ha descargado hace un rato sobre la buhardilla desde la que escribo me trae al recuerdo otra tormenta que me pareció interminable, cerca de las costas de Japón, un lugar remoto, pero que a usted le resultaba sin duda familiar a causa de las travesías emprendidas desde la costa mexicana hasta las Filipinas y su consiguiente tornaviaje.
Me pregunto cuántas veces tuvo usted que arrostrar un oleaje descomunal como el que grabó el viejo Hokusai. Quiero creer que, de haberlo visto, se habría sorprendido usted gratamente por el trabajo del maestro japonés en la plancha que había de trasladar al papel un azul tan vívido.
El océano de olas gigantescas empequeñece hasta la insignificancia el portento del monte Fuji, casi confundido con ellas, tan acaparadoras y envolventes que por poco consiguen hacer desaparecer, en medio de la escena, unas barcas que luchan por mantenerse a flote.
Ahí siguen y seguirán eternamente las barcas con sus marineros, tal vez cargadas de pescado para una lonja de Tokio; ahí andan y andarán mientras perdure el grabado, enzarzadas en su combate por escapar de los zarpazos del agua que, según intuimos, podrían desbaratar hasta la obra más lograda de los maestros calafates.
Camino de la hermosa isla de Miyajima, mientras contemplaba yo a lo lejos el océano aquel día de tormenta de hace unos años, intentaba imaginarme cómo sería el Rey Carlos, ese barco a bordo del que creyó usted divisar el 15 de octubre de 1801 la isla Rica de Plata. Años más tarde, la bautizarían en diversos libros, atlas y cartas de navegación como la «isla de Crespo», y el escritor Jules Verne la convertiría en el escenario del alucinante paseo de unos buzos por el fondo del océano en Veinte mil leguas de viaje submarino.
En octubre de 1801, tenía usted poco más de 47 años, pero ya llevaba navegando más de treinta, desde que ocupara su primer puesto como grumete a bordo del buque Aquiles, en 1768. No puedo evitar sonreír mientras pienso que el primer barco en que se hizo usted a la mar llevaba el nombre de aquel héroe antiguo tan veloz, al que Homero apodaba «el de los pies ligeros» y que, paradójicamente, tenía en un talón su punto vulnerable.
Seguiremos navegando, capitán, por los mares de la memoria.
Reciba un cordial saludo.
Miguel Á. Navarrete