Araluce y los libros - Oportet Editores

Araluce y los libros

25 mayo, 2012

A propósito del Elogio de la biblioteca escolar —que ha tenido una aceptación que, honradamente, me ha pillado desprevenido—, el generoso lector (y profesor, deduzco) Dimas Mas ha recordado «la lectura de ciertos clásicos» que leyó, «expurgados, en las escasas ilustraciones de la famosa Colección Historias, de Bruguera», y que pudo rescatar, «en un extraño viaje anacrónico», al leérselos a sus hijos. Allí le recordé a mi vez la «Colección Araluce», que pude rescatar en parte cuando edité veinte títulos en Anaya, y prometí «contar otro día el caso de don Ramón Araluce». Ese día es hoy.

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Ramón de San Nicolás Araluce nació en Santander en 1865. Perdió pronto a su madre, y su padre se volvió a casar. Como en los mejores cuentos de hadas, Ramón empezó a tener problemas con su madrastra: a los quince años se fugó de casa. Se enroló como grumete en un barco rumbo a México y, sin una peseta en el bolsillo —¿o llevaba una para no ser menos que Espronceda en la desembocadura del Tajo?—, desembarcó al otro lado del Atlántico.

Como era previsible, trabajó en multitud de oficios, hasta que dio con el que sería el suyo: entró de aprendiz en la editorial De la Fuente Parres, que tenía su sede en Ciudad de México. De Alfonso Escámez, fallecido ahora hace dos años, se cuenta que de botones llegó a presidente del Banco Central cuando lo era. Igual que los antiguos botones de los bancos, Ramón Araluce fue ascendiendo hasta ser el gerente de la editorial.

Es de saber que el dueño de la editorial mejicana tenía varios hijos, pero debía de entenderse con ellos por lo menos tan mal como él con su madrastra. Es, pues, el caso que el buen señor sólo confiaba en nuestro don Ramón, y ya en vida quiso legarle la editorial. Pero Ramón se negó a aceptar ningún regalo e hizo lo que se hace en tales casos: lanzar una especie de OPA —hostil o amistosa, tanto da— y comprar la editorial.

Ramón de San Nicolás Araluce estuvo viviendo varios años en México, dirigiendo la editorial e incluso los talleres de imprenta y encuadernación. Fue testigo de los acontecimientos mejicanos de final de siglo, hasta que un día recibió «la flecha que le asignó Cupido». Quiso el azar, o nuestra fortuna, que su mujer fuera catalana, y decidieron trasladarse a Barcelona.

En 1900, cuando los automóviles aún rodaban con cadena, la editorial Araluce estaba ubicada en la calle de Bailén. Años después, Ramón Araluce adquirió un solar en la calle Llançà, donde mandó construir el edificio en que se establecería definitivamente su editorial, que amplió y dirigió personalmente.

Ramón de San Nicolás Araluce era enérgico y nada indeciso. La familia suele contar una anécdota que da idea de su carácter resolutivo y emprendedor: un día se entera de que el administrador de las propiedades que había dejado en México no se parece en nada al Simónides de Ben-Hur: vamos, que le está engañando. Ramón de San Nicolás Araluce no lo piensa dos veces: toma un barco (y téngase en cuenta que en aquella época el viaje a México duraba un mes), va directamente a casa del administrador y le saluda con un puñetazo. «¡Quedas despedido!», dice a continuación. Y ese mismo día vuelve a coger el barco de regreso. El viaje ha durado dos meses; la ejecución, sólo unas horas. Todo lo contrario que en el Congreso de los ratones.

Ramón de San Nicolás Araluce fue nombrado presidente de la Cámara de Comercio Mejicana en España, y este nombramiento evitó que en la guerra civil se emprendieran acciones contra él, su familia y su empresa. De hecho, algunos títulos aparecieron durante la contienda. Por aquella época, sus nietos tenían entre seis y siete años. Durante las largas vacaciones del 36, él personalmente enseñó a sus nietos a leer y escribir: leían los libros que editaba y escribían los textos que les leía.

Nadie ignora que toda editorial tiene lectores de originales: figura por demás odiosa a los autores, que rara vez se resignan al juicio de alguien que presumiblemente escribe peor que ellos. Ramón de San Nicolás Araluce también tenía sus lectores. (U oyentes, que sobre este extremo, como sobre el nombre de don Quijote, «hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben»). Los lectores de don Ramón Araluce eran sus propios nietos. Todos los originales que llegaban destinados a un público infantil se los hacía leer a sus nietos, o se los leía él personalmente. Si durante la lectura advertía bostezos, o se dormían plácidamente; si a la inevitable pregunta: «¿Os ha gustado?», daban una respuesta despectiva o abiertamente negativa, el libro era condenado sin más a las tinieblas exteriores. Sólo eran publicados los libros que a sus nietos les gustaban. Su frase preferida era lógica y elemental: «Si a mis nietos no les ha gustado, ¿por qué les va a gustar a los demás?». Algún autor debió de sentirse ofendido ante criterio tan expeditivo.

Ramón de San Nicolás Araluce falleció en 1941, a los 76 años de edad. Sus sucesores no supieron adaptarse a las nuevas épocas, o quizá su fantasma poderoso vagaba entre linotipias y originales de José Segrelles, ilustrador ilustre valenciano. Porque cada vez que su hija tenía alguna duda, preguntaba a los antiguos empleados de su padre qué creían ellos que habría hecho don Ramón en tales casos. No se hicieron reformas estructurales ni de sistemas de venta. Lo que sí se vendió fue el edificio. El arquitecto que lo había construido fue un discípulo de Gaudí, y el edificio estaba catalogado, pero los dioses inmobiliarios que respetaron al maestro no tuvieron compasión con el discípulo: en los años sesenta el venerable edificio de Araluce sería convertido en un bloque de viviendas.

A finales de los años 50, la editorial, pues, prácticamente había dejado de funcionar. Por entonces, algunos niños perdidos en pueblos sin luz ni agua nos refugiábamos en los escasos ejemplares de aquella colección, que por algún impensado azar acaecieron en la escuela como Gonzalo de Berceo, aquel que «yendo en romería acaeció en un prado / y a quien los sabios pintan copiando un pergamino». Borges dio gracias «al divino laberinto de los efectos y de las causas», entre otras muchas cosas, «por Séneca y Lucano, de Córdoba, / que antes del español escribieron / toda la literatura española»: también ellos tuvieron su hornacina en el retablo de la colección. Yo bien creo que puedo dar gracias al humano aventurero Ramón Araluce por la Ilíada y la Odisea, por las mil y una noches, por el pájaro de oro y por el hombre que vendió su sombra. La «Colección Araluce» fue leída de muchos y admirada de todos. Sabemos que tuvo un lector —o quizá sólo coleccionista— de excepción: Alfonso XIII tenía en su biblioteca la colección completa de las obras de aquella memorable editorial.