7 libros 7 (1.ª parte)

Si hemos de creer a Jorge Luis Borges, «el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos» un tipo de clasificación por demás curiosa. «En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas» [J. L. Borges, «El idioma analítico de John Wilkins», en Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1997, pág. 158].

Federico Martín, con quien comparto un apellido y la herencia de una triple o cuádruple etimología nominal, tiene la virtud de proponer títulos imposibles para nuestras intervenciones, aunque siempre sugerentes en extremo. Una vez me propuso la siguiente: El Quijote, un libro mestizo. Y aunque en aquel momento no sabía por dónde encaminarme, acepté: el camino desconocido resultó tan apasionante que, si bien la conferencia nunca se pronunció, debo agradecerle lo que aprendí escribiéndola. Así pues, cuando Federico me propuso el título de Siete libros siete, recordé enseguida la enciclopedia china, cuya arbitraria clasificación me «daba largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma» (Quijote I,47), y comencé a elegir títulos con cierta rebuscada simetría:

1. Las siete partidas, de don Alfonso X el Sabio, que con un hábil quiebro de vocal siempre podría someterse a las esféricas revoluciones celestes que conmueven nuestros campos (también llamados estadios) y que Newton no alcanzó a vaticinar.

2. Los siete pilares de la sabiduría, de sir Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia o quizá Peter O’Toole.

3. Los siete minutos, de Irwing Wallace, que prometía interesantes sesiones forenses y algún pequeño regodeo erótico.

4. Los siete locos, de Roberto Arlt, gracias al cual podríamos oír a Arturo Haffner, más conocido como «el Rufián Melancólico», quien respondió del siguiente modo a la pregunta sobre si la vida tiene sentido: «Absolutamente ninguno. Nacemos, vivimos, morimos, sin que por eso dejen las estrellas de moverse y las hormigas de trabajar» (cap. I). Esto me recordó la leyenda que Jardiel Poncela puso al frente de sus tres poemas ultraístas: «Nadie ha podido definir el ultraísmo. Nadie ha podido hacerse el nudo de la corbata sin mirarse al espejo. Y, después de todo, ¿sabemos si gira el mundo? ¡Pues entonces!…» [Para leer mientras sube el ascensor, Madrid, Aguilar, 1972, pág. 471].

Quizá esta asociación de ideas me llevó a elegir el quinto:

5. Las siete vidas del gato, del propio Enrique Jardiel Poncela (que podría completarse con Tulinet, las siete vidas del gato, de nuestro amigo Ricardo Alcántara). Y, en fin,

6. Blancanieves y los siete enanitos, y

7. El lobo y los siete cabritillos, por razones tan obvias que omito su justificación.

El hecho de tener que limitarme a siete me causó no poca pesadumbre, porque de ese modo se me quedaba fuera un tratado tan prometedor como Agua y progreso social: siete estudios sobre el regadío en Huesca, s. XII-XX, publicado por el Instituto de Estudios Altoaragoneses. Sé que toda sabiduría es imperfecta, pero aun dejando el regadío y concentrándome en los campos, habrían desaparecido de la selección Los siete viajes de Sindbad el marino, Las siete princesas de Maeterlinck, y sobre todo el Haft Paikar de Nizâmî, un poeta persa avalado por Italo Calvino, cuyo título ha sido traducido también como Las siete princesas, y que debería traducirse como Las siete efigies o quizá Los siete ídolos (Juan Vernet). Este libro evitaría todo el trabajo, porque los resumiría todos. En efecto, según Calvino, en este poema persa del siglo XII, «el rey Bahram ve siete retratos de siete princesas y se enamora de las siete a la vez. Cada una de ellas es hija de un soberano de uno de los siete continentes; Bahram les pide a uno por uno la mano de sus hijas. Después manda levantar siete pabellones, cada uno de un color diferente y “construidos según la naturaleza de los siete planetas”. A cada una de las princesas de los siete continentes corresponderá un pabellón, un color, un planeta y un día de la semana; el rey hará una visita semanal a cada una de las esposas y escuchará el relato que le cuenten. Los vestidos del rey serán del color del planeta del día y las historias narradas por las esposas estarán igualmente a tono con el color y las virtudes del respectivo planeta» [Italo Calvino, «Las siete princesas de Nezâmi», en Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets, 1995, pág. 56]. La cifra mágica se repite por doquier: cada historia destaca una virtud, hay otras siete historias de humillados y ofendidos, y hasta «el ciclo semanal del rey esposo es un reconocimiento de las virtudes morales como correlato humano de las propiedades del cosmos». ¿Cómo no replantear el trabajo ante tan intolerable ausencia?

La siguiente pregunta es por qué siete y no setenta veces siete. Quizá Federico, conociendo mi afición a las bibliotecas circulares e infinitas, tuvo la precaución de contener mis naturales ímpetus y limitarme a siete. En el fondo le agradezco esta frontera. A medida que aumenta la edad, y disminuye la previsible «suma de veces que nos da el destino»[1], y crecen los libros con la incontinencia y desmesura de todos conocidas, creo más en aquella voluntariosa pretensión de encerrar la historia de la literatura en una docena de libros. Yo, para mi uso personal e intransferible, he confeccionado mi lista, y creo que sabría qué doce libros —quizá con algunas añadiduras asociadas— transportar a una improbable isla. Y aquí, donde ante Federico, como Sahrazad, «escucho y obedezco», me limitaré a una suma de siete libros o ciclos, tan discutible e intercambiable como todas, con una justificación previa del porqué de mi elección.

He partido del supuesto de que nos referíamos a los llamados clásicos de la literatura juvenil. Definición imprecisa e inadecuada, porque ninguno de los libros que he elegido fue en principio escrito para jóvenes lectores. Pero ¿quién es el lector elegido sino el que elige el libro? No voy a repetir las razones de por qué leer los clásicos: ya las expuso Calvino en el libro citado que todos conocen. Pero, como aquí estamos hablando no de los clásicos en general, sino de los llamados juveniles en particular, voy a fijarme solo en una reflexión que Calvino deja caer como de pasada: «Los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado» [Por qué leer los clásicos, pág. 19]. Sencilla, pero sagaz, nos remite a la herencia cultural. Y es que, sabihondos como somos, creemos estar al cabo de la calle de todo. Y no nos damos cuenta de que, sin esa herencia cultural que nos sustenta, sísifos de la cultura, tendríamos que estar siempre inventando la rueda y descubriendo una y otra vez el Mediterráneo. ¡Cuántas sorpresas, cuánta cura de humildad genera la lectura de los clásicos! ¿Recuerdan cómo murió el Principito? «Cayó suavemente como cae un árbol» (cap. 26). No puedo explicar por qué me sedujo siempre la sencillez, la expresiva plasticidad de esa metáfora. Pues bien, tardé mucho en descubrirla bajo esta formulación: «… se derrumbó como el tronco de un árbol» [Antología de la literatura persa, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, pág. 134]. En torno al año 1200, la había empleado ya Nizâmî, el poeta persa autor de Las siete princesas.

Calvino reivindicó la lectura de los clásicos en general. A mí me gustaría reivindicar, sobre todo para el lector joven, la lectura de los mal llamados clásicos de aventuras en particular. En otro lugar he escrito que una de las características fundamentales de la novela de aventuras está en el regreso, en la con-versión etimológica (pues no hay que olvidar que convertere significa «mudar, volver una cosa en otra»), en la vuelta tras un largo viaje. El licenciado Vidriera aseguraba que «las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos», y Auristela confirmaba en el Persiles que Periandro era discreto, «como andante peregrino: que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres» (II,6). La novela de aventuras combina, pues, viaje y lectura, y es ideal para la etapa de formación, como es esta etapa la ideal para la lectura. Escribía Azorín que «la adolescencia [es] la edad en que más adentro llegan las lecturas». Pero dejémonos de prolegómenos y hablemos de esta caprichosa elección.

1. La Odisea (Homero)

Cuando Antonio Machado eligió a sus poetas, empezó diciendo: «El primero es Gonzalo, de Berceo llamado…». Permítanme que imite sus alejandrinos y diga con él:

El primero es Homero, que escribió la Odisea,
el gran poeta antiguo que, ciego o visionario,
sintetizó en dos libros y en una sola idea
la historia literaria y el universo vario.

Si imprescindible como clásico, parece un poco fuera de lugar traerlo a esta breve colección de siete libros siete, que hemos preferido limitar a la novela de aventuras. Y, sin embargo, el propio Menéndez Pelayo se preguntaba en las primeras páginas de Los orígenes de la novela: «¿Qué es la Odisea sino una gran novela de aventuras, en la mayor parte de su contenido?» [Los orígenes de la novela, Madrid, 1943, pág. 8]. Los lectores de hoy, ajenos a la sonoridad del hexámetro griego, podemos conformarnos con las aventuras de aquel hombre que un día decidió bautizarse Nadie, acaso ignorando él mismo la exactitud de su nombre. La Odisea es la novela o la epopeya del regreso, la novela o epopeya de la nostalgia.

No hace mucho leí la obra de Milan Kundera, La ignorancia. En ella hace una sutil reflexión, entre filosófica y lingüística, sobre la nostalgia. «En griego —escribe—, “regreso” se dice nostos. Algos significa “sufrimiento”. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. La mayoría de los europeos puede emplear para esta noción fundamental una palabra de origen griego (nostalgia) y, además, otras palabras con raíces en la lengua nacional». Y tras dedicar dos páginas a desentrañar los matices con que diferencian y perfeccionan las lenguas europeas el profundo sentido de la palabra nostalgia, concluye: «La Odisea, la epopeya fundadora de la nostalgia, nació en los orígenes de la antigua cultura griega. Subrayémoslo: Ulises, el mayor aventurero de todos los tiempos, es también el mayor nostálgico» [Milan Kundera, La ignorancia, Barcelona, Tusquets, 2000, págs. 11 y 13].

Quizá Ulises tuvo que estar diez años guerreando contra Troya y vagar otros diez por las verdes aguas del Mediterráneo para descubrir una cosa elemental, a saber: que los únicos paraísos son los perdidos. Su esencia es la del aventurero y su razón de ser es la aventura. Quizá nunca se sintió tan realizado como en el momento de contar sus aventuras en la corte de Alcínoo y acaso habría podido decir como Eneas: Infandum, regina, iubes renovare dolorem (II,3). Pero esos trabajos renovados en la memoria eran su documento de identidad. Porque, en tanto que guerrero, echaba de menos su casa; en tanto que náufrago, la isla que tanto había deseado abandonar; en tanto que regresado, ante una corte distinta y un hijo ya crecido, quizá la época lejana en que araba en la playa, con la pretensión —ni siquiera por él mismo creída— de hurtarse a su destino. Borges lo vio con precisión en un memorable soneto:

Ya la espada de hierro ha ejecutado
la debida labor de la venganza;
ya los ásperos dardos y la lanza
la sangre del perverso han prodigado.

A despecho de un dios y de sus mares,
a su reino y su reina ha vuelto Ulises.
A despecho de un dios y de los grises
vientos y del estrépito de Ares.

Ya en el amor del compartido lecho
duerme la clara reina sobre el pecho
de su rey. ¿Pero dónde está aquel hombre

que en los días y noches del destierro
erraba por el mundo como un perro
y decía que Nadie era su nombre?

2. Robinson Crusoe (Daniel Defoe)

Se llamó Emilio, y su maestro pudo haberse llamado Pigmalión. De la criatura solo sabemos que era huérfano y que cayó en manos de un pedagogo apasionado. Del educador, varias contradicciones y un axioma que las resume todas: «Todo es perfecto cuando sale de las manos de Dios, pero todo degenera en las manos del hombre». Enunciado también de este otro modo: «El hombre es naturalmente bueno, pero la sociedad deprava y pervierte a los hombres». Casualmente, entre las cosas que han fabricado las manos del hombre figuran las bibliotecas.

Rousseau —ya lo han adivinado— no quiso aparecer como verdugo, ni que el niño resultase una pesada carga. Fiel a sus principios de que el único libro digno de tal nombre es la naturaleza[2], consideraba que «el abuso de los libros mata la ciencia» y que «la mucha lectura solo sirve para hacer ignorantes pretenciosos». Vaticinó que «la lectura es el azote de la infancia» y el camino más recto para alcanzar la infelicidad ya desde los primeros años. «¡Libros! ¡Qué objetos más tristes para su edad!» Y concluía: «¿Cómo? ¿No es nada el ser feliz?».

Fiel a su convicción de que «tantos libros nos hacen olvidar el libro del mundo», escatimó a Emilio los libros de tal modo, que de momento, y «durante mucho tiempo», uno solo compondría «toda su biblioteca»: el Robinson, y aun este, aliviado de «todo su fárrago», reducido en suma a la solitaria estancia del náufrago en la isla.

Ha habido otro gran lector del Robinson: Gabriel Betteredge, aquel sosegado mayordomo de La piedra lunar, de Wilkie Collins. Había leído en sus tiempos muchos libros, y hasta se consideraba un erudito a su manera. Ignoramos si entre sus abundantes lecturas estuvo el Emilio de Rousseau. Lo cierto es que, a los setenta años, con una memoria todavía ágil y unas piernas tan ágiles como la memoria, concluyó que, del mismo modo que en dos mandamientos se encierran toda la Ley y los Profetas, todos los libros del mundo se resumen en uno: el Robinsón. «No consideren mis palabras como de persona ignorante —argumentaba él, con el filo más aguzado que nunca—, cuando les diga que, en mi opinión, otro libro como el intitulado Robinsón Crusoe no no ha sido ni podrá ser escrito nunca. He recurrido a él año tras año y siempre he hallado en él al amigo que necesitaba en todos los momentos críticos de mi vida. Cuando estoy de mal humor, Robinsón Crusoe. Cuando necesito algún consejo, Robinsón Crusoe. En el pasado, cuando mi mujer me importunaba, y en el presente, cuando he bebido más de la cuenta, Robinsón Crusoe. He gastado seis recios Robinsones, tras haberles obligado a trabajar duramente a mi servicio. Con ocasión de su último cumpleaños, recibí de manos de mi ama el séptimo. A causa de ello bebí un trago de más, y Robinsón Crusoe me devolvió el equilibrio. Su precio, cuatro chelines y seis peniques, encuadernado en azul, con un retrato por añadidura» (cap. 1).

Bromas aparte, el Robinson es un libro singular. Ya en las primeras páginas percibimos esa fatalidad del aventurero, esa inclinación a viajar y descubrir, como base de todo crecimiento. «Mi único anhelo —dice— era navegar, y esta inclinación me llevó a oponerme enérgicamente a la voluntad, mejor dicho, a las órdenes de mi padre y a todas las súplicas y persuasiones de mi madre y de algunos amigos: tanto, que parecía haber algo fatal en esta vocación natural, que me arrojaría por fin a la vida miserable que estaba destinado a sobrellevar». Ahora bien, fue precisamente esa «vida miserable» en la isla la que lo puso a prueba y dio la verdadera imagen de su talla. Allí se hizo reflexivo, escritor, filósofo, adquirió el sano pragmatismo de los mejores políticos, un saludable relativismo que le llevó a una tolerancia poco común en materia religiosa[3], y finalmente comprendió mejor la forma de ser social en la soledad y la distancia. Bien es cierto que nunca se le ocurrió cuestionar el sistema británico como haría su compatriota Lemuel Gulliver.

3. Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift)

Los viajes de Gulliver es un libro tan inclasificable como imprescindible. Dibujado sobre la estela de las utopías renacentistas, escrito a la sombra de la Utopía de Tomás Moro, de La ciudad del sol de Campanella, acaso del Viaje a la luna de Cyrano, mezcla humor y caricatura para describir por contraste la sociedad de su tiempo y arrojar una rociada de vitriolo a la cara de sus contemporáneos. He aquí por qué este libro es un clásico: si lo que narra hubiera sido solo un panfleto de circunstancias, hundidas éstas en el polvo de la historia, el libro habría muerto con ellas. Pero Swift, antes que Valle-Inclán, llevó los espejos del callejón del Gato a Liliput, Brobdingnag, Laputa, Balnibarbi y al sosegado país de los Houyhnhnms, para que todo el mundo pudiera ver su rostro más real, aunque celosamente escondido, en los espejos deformantes de otras islas, otros mundos, otras conductas. Cualquier cosa que yo pudiera decir ahora es una simplificación, pero a riesgo de simplificar, permitidme que recuerde la contundente respuesta que dio el rey de Brobdingnag a nuestro capitán, tras una orgullosa descripción de su país, sus costumbres, sus leyes y sus gentes:

«Amiguito Grildrig: Has hecho un panegírico admirabilísimo de tu país. Has demostrado claramente que la ignorancia, la holgazanería y el vicio son los ingredientes necesarios para poder ser legislador; que las leyes las explican, interpretan y aplican mejor aquellos cuyo interés y aptitudes radican en tergiversarlas, embarullarlas y eludirlas. Advierto en vosotros algunos trazos de cierta constitución que originalmente pudo haber sido aceptable, pero que se encuentran medio borrados, y el resto completamente desdibujados y emborronados por la corrupción. De todo lo que has dicho no parece que sea necesario ningún talento para la consecución de cargo alguno entre vosotros, y mucho menos que los hombres se ennoblezcan por su virtud, que los sacerdotes asciendan por su devoción y erudición, los soldados por su integridad, los parlamentarios por el amor a la patria y los consejeros por su sabiduría. En cuanto a ti, que has pasado la mayor parte de tu vida viajando, me inclino a confiar que puedas haber escapado hasta ahora de muchos de los vicios de tu país. Pero por lo que colijo de tu propio relato y de las respuestas que con mucho trabajo he arrancado y desentrañado de ti, no puedo por menos de concluir que la mayoría de tus paisanos son la más perniciosa ralea de repugnantes sabandijas que la Naturaleza haya jamás permitido se arrastre sobre la superficie de la tierra» (II,6).

Esto lo escribió el mismo hombre que había declarado las intenciones de su escritura: «Escribí para enmendarlos, no para darles gusto…». El mismo que había compuesto su propio epitafio: VBI SAEVA INDIGNATIO VLTERIVS COR LACERARE NEQVIT (= donde la ira feroz no pueda herir el corazón ya más). Swift, como Cervantes, se halla ante una sociedad que no le gusta, y del mismo modo que Cervantes viste a su héroe con unas armas del pasado para reflejar por contraste las lacras del presente, Swift lleva al suyo a viajar, a correr aventuras por otros mundos distintos, para mejor conocer —también por contraste— la verdadera dimensión de éste. Hay curiosos parecidos entre Gulliver y don Quijote. Don Quijote llega a decir en un momento de desánimo «Yo no puedo más» (II,29), y Gulliver, recordando la nobleza de los Houyhnhnms, se encierra en su refugio, porque tampoco puede más y hasta le repugna el olor humano.

Pero descendamos en la edad, para acompañar a otros viajeros menos ácidos.


[1] «Has agotado ya la inalterable / suma de veces que te da el destino» (J. L. Borges, «La cifra», en Obra poética, 3, Madrid, Alianza, 1998, pág. 256.

[2] Aseguraba que los antiguos no necesitaron libros: «La faz de la tierra era el libro donde se conservaban sus archivos; las rocas, los árboles, los pedregales, consagrados por estos actos, y acatados con respeto por aquellos hombres bárbaros, eran las hojas de este libro, abierto siempre a todos los ojos.»

[3] Y así escribe: «Algo resultaba particularmente notable: no teniendo más que tres súbditos, los tres pertenecían a tres religiones diferentes: mi criado Viernes era protestante; su padre, pagano y caníbal; y el español, papista. Sin embargo, decreté libertad de conciencia en toda la extensión de mis dominios. Dicho sea de paso.»

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