Veo que la sagacidad de sus mercedes corre parejas con su ingenio. No está mal, en estos tiempos en que a las cosas no se las llama por su nombre, sino con eufemismos sacados de la (per)versión política, recordar a aquel incómodo Ignacio de Buero cuando decía: «Estáis envenenados de alegría… Os negáis a enfrentaros con vuestra tragedia, fingiendo una normalidad que no existe, procurando olvidar e, incluso, aconsejando duchas de alegría para reanimar a los tristes… Vosotros sois los alumnos modelo, los leales colaboradores del profesorado en la lucha contra la desesperación, que se agazapa por todos los rincones de la casa. ¡Ciegos! ¡Ciegos y no invidentes, imbéciles! […] Aunque en este deseo se consuma estérilmente mi vida entera, ¡quiero ver! No puedo conformarme. No debemos conformarnos. ¡Y menos sonreír! Y resignarse con vuestra estúpida alegría de ciegos, ¡nunca!» (acto I, final).
En la ardiente oscuridad (En la A r diente oscuridad)
En la ardiente Malévich…, pero no me sonaba de Buero, claro…
Veo que la sagacidad de sus mercedes corre parejas con su ingenio. No está mal, en estos tiempos en que a las cosas no se las llama por su nombre, sino con eufemismos sacados de la (per)versión política, recordar a aquel incómodo Ignacio de Buero cuando decía: «Estáis envenenados de alegría… Os negáis a enfrentaros con vuestra tragedia, fingiendo una normalidad que no existe, procurando olvidar e, incluso, aconsejando duchas de alegría para reanimar a los tristes… Vosotros sois los alumnos modelo, los leales colaboradores del profesorado en la lucha contra la desesperación, que se agazapa por todos los rincones de la casa. ¡Ciegos! ¡Ciegos y no invidentes, imbéciles! […] Aunque en este deseo se consuma estérilmente mi vida entera, ¡quiero ver! No puedo conformarme. No debemos conformarnos. ¡Y menos sonreír! Y resignarse con vuestra estúpida alegría de ciegos, ¡nunca!» (acto I, final).