El siglo de la novela o el descenso de la épica a la arena de los desheredados y la prosa

La sombra del Quijote es tan alargada como la del ciprés de Silos. Gerardo Diego vio al ciprés cómo un «chorro que a las estrellas casi alcanza», y el Quijote ha alcanzado a casi todas las estrellas mayores de la constelación occidental.

Hoy es fácil decir que el Quijote es la primera novela moderna. Pero, todavía a finales del siglo XVI, el género novela, cuando apenas existía la palabra, era una lectura sospechosa si no abiertamente vituperable. Así Malón de Chaide, en el prólogo a su Libro de la conversión de la Magdalena, denostaba con rigor de asceta a las novelas, ya fueran pastoriles, amorosas o de caballerías, y aun a la misma poesía, en palabras que no dejan resquicio alguno a su condena:

«… libros lascivos y profanos, a donde y en cuyas rocas se rompen los frágiles navíos de los mal avisados mozos, y las buenas costumbres (si algunas aprendieron de sus maestros) padecen naufragios y van a fondo y se pierden y malogran. Porque ¿qué otra cosa son los libros de amores y las Dianas y Boscanes y Garcilasos, y los monstruosos libros y silvas de fabulosos cuentos y mentiras de los Amadises, Floriseles y Don Belianís y una flota de semejantes portentos como hay escritos, puestos en manos de pocos años sino cuchillo en poder del hombre furioso? […] ¿Qué ha de hacer la doncellita que apenas sabe andar y ya trae una Diana en la faldriquera? […] Otros leen aquellos prodigios y fabulosos sueños y quimeras sin pies ni cabeza, de que están llenos los Libros de caballerías, que así los llaman a los que (si la honestidad del término lo sufriera), con trastrocar pocas letras, se llamaran mejor de bellaquerías que de caballerías. Y si a los que estudian y aprenden a ser cristianos en estos catecismos les preguntáis por qué los leen y cuál es el fruto que sacan de su lección, responderos han que allí aprenden osadía y valor para las armas, crianza y cortesía para con las damas, fidelidad y verdad en sus tratos, y magnanimidad y nobleza de ánimo en perdonar a sus enemigos: de suerte que os persuadirán que Don Florisel es el Libro de los Macabeos, y Don Belianís, los Morales de San Gregorio, y Amadís, los Oficios de San Ambrosio, y Lisuarte, los libros De clemencia de Séneca, por no traer la historia de David que a tantos enemigos perdonó…»

Etcétera, etcétera. De ahí surgió el tan español «novelas, no-verlas», e incluso Henry James se refirió a «la antigua hostilidad evangélica a la novela». Y es el caso que hasta Walter Besant (1836-1901) —el novelista británico, quizá más perdurable por «El arte de la ficción» que por sus propias novelas—, ya bien avanzado el siglo de la novela, se vio obligado a romper una lanza en favor de la narración, afirmando sin ambages que «la ficción es un arte, íntegramente digno de ser llamado hermano e igual a las artes de la pintura, la escultura, la música y la poesía»; y a Henry James la novela le parecía «la más magnífica forma de arte». Tal insistencia no deja de sorprender en un país y en un momento que contaba en la primera línea de fuego con plumas como las de Thackeray y Dickens, Wilkie Collins, George Eliot o Anthony Trollope.

Sí, hoy es fácil decir que el Quijote es la primera novela moderna. Pero entonces nadie fue consciente de ello, entre otras cosas porque el género novela, tal como hoy lo entendemos, estaba inventándose. El Quijote fue considerado a lo sumo como un libro de humor y «entretenimiento», y tras él hubo un siglo de silencio. Es cierto que se siguieron escribiendo novelas, pero técnicamente eran anteriores al Quijote, como si este no hubiera existido. Así, pues, lo de «la primera novela moderna» lo sabemos ahora, pero, en rigor, hasta la aparición del Robinsón casi no se sabe lo que es una novela moderna.

¿Quién hizo del Quijote un modelo? Tras la travesía post mortem del desierto, la modernidad del libro tarda más de un siglo en digerirse. Porque, que Philip Sidney escribiera su Arcadia en 1580 no puede causar sorpresa: era la época de La Galatea. Lo sorprendente es que Honoré d’Urfé (muerto en 1625) siguiera escribiendo su inacabable Astrea, después de publicados los dos Quijotes. Tendrá que pasar más de un siglo para que Defoe diera el salto al Robinsón (1719). Los Viajes de Gulliver, otro hito, son de 1726.

Fueron los escritores ingleses quienes redescubrieron el libro. En 1734 Henry Fielding —a quien Francis Coventry consideró «nuestro Cervantes inglés»— estrena Don Quijote en Inglaterra, una pieza de teatro. Joseph Andrews es de 1742, y no olvidemos que lleva por subtítulo «escrita a imitación del estilo de Cervantes, autor de Don Quijote». De 1749 es Tom Jones, una novela en cuyos diálogos se perciben nítidamente los ecos cervantinos. De 1752, La mujer Quijote, de Charlotte Lennox. Entre 1759 y 1767 Laurence Sterne publicó su Tristram Shandy, novela que me he atrevido a llamar «elogio de la digresión», y en la que invoca continuamente a Cervantes. (No en balde, doscientos años después, diría Milan Kundera que «el novelista no tiene que rendirle cuentas a nadie, salvo a Cervantes»). Smollett (1721-1771) tradujo el Quijote en 1755, versión que revisó en 1761, y escribió para la edición una vida de Cervantes. Sus Aventuras de Roderick Random (1748) podrían ser casi una novela picaresca, pero su técnica —dice Anthony Burgess— «es la exageración y no el reportaje directo de Defoe»; pero se lee la obra como diversión, y J. G. Ardila, ha estudiado «La teoría cervantina de la novela en Roderick Random». Desembocamos así en el XIX, sobre el que Salinas ha anotado:

«Muy bien está que se hable hoy de esa novela social que se creen muchos que arranca de Los miserables, de Víctor Hugo, que se desarrolla luego en el siglo XIX y que en algunas novelas francesas, rusas y luego latinoamericanas y norteamericanas cobra tanto auge, la novela del desvalido, del underdog, como dicen los americanos. Pues bien: fue España, esa España a la que se llama fanática, esa España de clases, la que ensalzó al desvalido y al pobre hombre al centro del interés humano y al centro de la acción literaria novelesca» (Salinas, «Lo que debemos a Don Quijote»: Ensayos completos, Bibliotheca Aurea, págs. 1137-38).

El Lazarillo fue una de las primeras obras que se atrevió a elevar a la categoría de protagonista a un ser vulgar, e incluso innoble y ladrón a ratos para sobrevivir. Hasta ese momento, la novela, que aun no tenía nombre y se arropaba bajo el amplio epígrafe de «historia de entretenimiento», solía tener un protagonista noble, de alto linaje, con frecuencia oculto al principio para mantener la suspensión. Con la picaresca se abre la puerta a los desheredados de la tierra, y la novela del XIX le abrirá las suyas. Enrique Pérez Escrich (1829-1897), un novelista de segundo o tercer orden situado en los orígenes del movimiento realista español, hablaba de «ese poema moderno llamado novela», con lo que estaba insinuando que la novela era la epopeya moderna. No es una casualidad: el propio Tolstói dirá de su Guerra y paz: «Sin falsa modestia, creo que es algo así como la Ilíada».

No es posible hablar en unas líneas de la eclosión de la novela en el siglo XIX sin notable injusticia por las ausencias y escandalosa simplificación en las presencias. La alargada sombra del Quijote se proyecta en el cervantismo de Galdós y muy específicamente en novelas como La desheredada y Nazarín. Flaubert recogió el polvo del Quijote, y a su Madame Bovary Ortega la denominó «un Quijote con faldas» (y así, La Regenta de Clarín sería una vuelta a la lectura quijotesca pasando por Madame Bovary); sin olvidar a Bouvard y Pécuchet, que habría podido ser el Quijote francés si la muerte no hubiera sorprendido a Flaubert en el camino. Dostoievski tiene su Quijote ruso en El idiota; Mark Twain, en el ciclo de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, y Melville, en la locura del capitán Acab. Pero de Moby Dick hablaremos en seguida.

Solo unas palabras a propósito de Dickens, que también tiene su quijotesco Club Pickwick. Sería de justicia dedicarle un apartado completo. Es la primera novela de Dickens, tenía apenas 22 años cuando la empezó, y ya están ahí todas las líneas maestras de su obra. Pero es que, además, esta es una obra saludablemente quijotesca incluso en su humor y estructura, que el narrador comienza a partir de los papeles —ya desde el título: Papeles póstumos del Club Pickwick— que han dejado noticia del Club. Mr. Pickwick dedica «cerca de dos años a estudiar las diferentes variedades y matices del carácter humano». Recorre Inglaterra, es burlado y a veces humillado (sin llegar a los extremos de don Quijote), conoce la cárcel, pero de todo triunfa su bondad. Y del mismo modo que don Quijote pudo decir: «Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno» (II,32), Mr. Pickwick dirá: «Si poco bien he podido hacer, confío que haya sido menor el daño por mí ocasionado» (cap. final). Como don Quijote, tiene una especie de escudero, el inigualable Sam Weller, que, igual que Sancho refranes, él ensarta y enhila dichos del tipo «tenía que ser… y fue, como dijo la vieja cuando se casó con el lacayo». Y del mismo modo que Sancho dice de su señor: «He comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos y, sobre todo, yo soy fiel; y, así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón» (II,33), Sam no abandona a su amo ni en la cárcel. Las últimas palabras del libro dicen precisamente: «… siempre le acompaña su fiel Sam, pues existe entre amo y criado un afecto entrañable y recíproco, que solo habrá de extinguirse con la muerte». No son los únicos paralelismos.

La novela decimonónica quiere resumir la vida toda, si no el universo. Un Borges temprano hablaba de «la copia de ejercicios todos en esas apaisadas enciclopedias o prontuarios de la vida total que en el siglo pasado reunieron Thackeray, Balzac, Samuel Butler, Zola y Galdós» (Inquisiciones, Madrid, Alianza, 1998, pág. 50). Pero en la novela del XIX no sé si hay un pilar que pueda compararse a Guerra y paz. De Lev Nikoláievich Tolstói (1828-1910) ha escrito Víctor Andresco que fue «el hombre que transformó la novela rusa —y con ella, la europea— y obligó a reinterpretar los criterios educativos y los parámetros éticos de buena parte de sus contemporáneos». Preocupado por la situación social de los siervos y por la educación, para esta «reinterpretación de los criterios educativos» bebió sin duda en las fuentes de Rousseau y Montaigne, del que escribió en su Diario que «fue el primero en expresar claramente la idea de libertad en la educación» (5 de agosto de 1860).

Tolstói aprovechó su pertenencia a la nobleza para viajar y pensar. El francés era su lengua culta (Mallarmé nos dice que lo aprendió en Stendhal), y de hecho, en Guerra y paz hay diálogos y páginas enteras escritas en francés. En 1861, en uno de sus viajes por los territorios francófonos, conoció en Bruselas a Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), el anarquista francés desterrado que, no obstante, advirtió a Marx de los posibles peligros de «transformarse en jefes de una nueva intolerancia». Proudhon había escrito una obra titulada La guerre et la paix, de la que diría Henry Moysset que era «una metafísica de la guerra y una física de la paz». Tolstói la recordó y eligió para título definitivo de su vasta epopeya escrita entre 1865 y 1869: Voiná i mir. «La polisemia de mir —explica Víctor Andresco— abarca no solamente la paz sino el mundo y, en una de sus acepciones más tradicionales, el conjunto de la humanidad, de modo que cabe atribuirle al título del libro, además, un importante matiz totalizador, muy conveniente para vislumbrar las colosales dimensiones del experimento».

Quiero llamar la atención sobre dos palabras: totalizador y experimento. La primera nos sitúa en la órbita de Goethe: Tolstói, como Miguel Ángel la epopeya bíblica en la capilla Sixtina, quiso pintar un vasto fresco que abarcara medio siglo de historia rusa, desde las guerras napoleónicas hasta el último tercio del siglo XIX. El experimento, consecuencia de su afán totalizador, consistió en narrar la historia de la humanidad a través de las historias particulares de un complejo mundo de familias, situaciones y personajes; es decir, convertir la suma de historias —la «novela de novelas»— en Summa, como la teológica de Tomás de Aquino, que la eleva a icono cultural. Lean la «presentación» de Víctor Andresco a la edición de Alianza Editorial: son apenas cinco páginas pero apenas tienen una palabra de desperdicio.

La estructura de Guerra y paz es un tanto engañosa. Aparentemente es una novela clásica, lineal, decimonónica, excesiva (15 partes y un epílogo con otras dos: en total 362 capítulos), con personajes históricos y ficticios, narrador omnisciente y demás. Pero, bajo esa aparente calma narrativa, surge de pronto el Tolstói discursivo que puede hablar de omni re scibili: de la paz y de la guerra, por supuesto, recordando acaso unas palabras del prefacio de Proudhon en que, al constatar el fenómeno inevitable de la guerra y ver cómo «el cañón reemplaza a la discusión», intenta comprender el porqué de «esa manera extra-dialéctica de resolver las dificultades internacionales» y averiguar «por qué los pueblos y los gobiernos, en lugar de convencerse, trabajan por destruirse»; pero Tolstói habla también de política y del significado de la historia, de Napoleón y de Rusia, de religión y teología, de filosofía y educación, del amor, el matrimonio y los hijos ilegítimos; de esa «sociedad estúpida» que vive encerrada en el «círculo vicioso» de «los banquetes y los chismorreos…, los salones, las intrigas, los bailes, las ambiciones, las trivialidades»; de la línea «que separa a los vivos de los muertos»…

A este respecto, cuenta Georges Mounin, en La literatura y sus tecnocracias (FCE, 1983, págs. 162ss), que él había leído en 30 años unas diez veces Guerra y paz: «por gusto, no por obligación», aclara. En una de ellas advirtió una estructura: «la cantidad y la importancia de las descripciones de la muerte de personajes». Advirtió ciertos rasgos recurrentes: la presencia de la muerte provoca en los protagonistas una reacción casi biológica, un brusco impulso existencial hacia la vida; la emoción espontánea, incontrolable, de los espectadores ante la muerte… «La presencia o el pensamiento de la muerte aparece cerca de sesenta veces en la obra, sin ninguna regularidad, diseminado, sin ninguna configuración especial, con una función de presencia, de recordatorio». Y Mounin llegó a la conclusión de que había una estructura latente, subterránea, casi inconsciente: «Este matiz forma parte de la esencia de la obra: Guerra y paz, es en el fondo, la muerte y la vida». (Curiosamente Vasili Grossmann, otro autor ruso que engrosó la saga de los perseguidos, escribió una novela que se ha considerado la Guerra y paz del siglo XX: su título, Vida y destino. Tampoco es improbable que Unamuno tuviera en cuenta el título clásico para bautizar la suya Paz en la guerra. Él mismo confesaba: «Tolstói ha sido una de las almas que más hondamente han sacudido la mía: sus obras han dejado una profunda huella en mí». He aquí cómo funcionan los vasos comunicantes).

Una de las discusiones no resueltas es si Los miserables hay que colocarla al lado, antes o después de Guerra y paz. Opino que la cuestión de las primacías tiene escaso interés porque, por fortuna, la literatura no es matemática salvo en la métrica, que participa además de la música, esa «misteriosa forma del tiempo» según Borges. (Quien, por cierto, miraba no sin desdén a Víctor Hugo y dice del inglés Edward Fitzgerald, 1809-1883, traductor de Sófocles, Omar Jayyam y Calderón, que «fue un gustador de Scott, de Virgilio, de Cervantes y de Montaigne, y a Víctor Hugo y a Carlyle los justipreció, despreciándolos»). Pero Víctor Hugo (1802-1885) tiene también ciertas semejanzas con Goethe y Tolstói, y no es la menor esa de su «afán totalizador»: lo que Vargas Llosa ha denominado, con un título preciso, La tentación de lo imposible.

Los miserables es de 1862, un año después de que Tolstói conociera a Proudhon. Es una novela de novelas todavía más descarada que Guerra y paz, hasta el punto de que cada una de sus cinco partes, salvo la cuarta, lleva el título de un personaje que podría haber sido protagonista de cada novela: «Fantine», «Cosette», «Marius», «El idilio de la calle Plumet y la epopeya de la calle Saint-Denis», para acabar con «Jean Valjean», el manantial que las alimenta y el mar donde confluyen todas. Nótese la palabra epopeya de la cuarta. En total 43 libros y 358 capítulos, unas dimensiones muy semejantes a la de Tolstói.

El problema (¿la virtud?) de Los miserables es su indefinición en la corriente. ¿Romántica? ¿Realista? En principio nadie dudaría de que el triunfo de la novela realista en Francia llegó con Stendhal y Balzac. Stendhal es recordado sistemáticamente por el famoso epígrafe de I,13 de Rojo y negro: «Una novela es un espejo que paseamos a lo largo del camino». Pero, claro, Stendhal murió en 1842, veinte años antes de la publicación de Los miserables, y Rojo y negro es de 1830, el año de la publicación de Escenas de la vida privada, de Balzac, y del estreno de Hernani, de Víctor Hugo, la obra con que sin discusión irrumpe el romanticismo en la escena y en la literatura. ¿Cómo se puede ser una especie de abanderado de la novela realista en pleno triunfo del romanticismo? Balzac murió en 1850, doce años antes de la publicación de Los miserables. Solo que Balzac es un caso aparte. Dios creó el universo en seis días, y Linneo lo ordenó. Pero, con La comedia humana (¿quién es sordo a las resonancias?), Balzac lo recreó en medio siglo. No es una boutade: él mismo escribía a su amante, Madame Hanska: «Crear, y más crear. Dios solo creó seis días». Walter Besant vio La comedia humana como una «gran procesión de la humanidad que el novelista ve pasar ante sus ojos». Y es que su intuición genial la descubrió cuando empezó a pasear a sus personajes por distintas novelas. Fue terror de los tipógrafos y de sí mismo, pues la corrección de pruebas a veces podía costarle casi el dinero que percibía por escribir la obra. Él mismo hablaba de «trabajar como un caballo», de «caer rendido de su trabajo como un caballo». Dice Salinas que «se tituló una vez “el forzado de la gloria”, y a su despacho lo compara con el panal». Y añade que es el sumo, el único poder puro del escritor, el de «erigir mundos sobre este mundo».

Dioses, creadores. No es una metáfora. Vargas Llosa lo ha dicho con rotundidad:

«El personaje principal de Los miserables no es monseñor Bienvenu, ni Jean Valjean, ni Fantine, ni Gavroche, ni Marius, ni Cosette, sino quien los cuenta y los inventa, ese narrador lenguaraz que está continuamente asomando entre sus criaturas y el lector. Presencia constante, abrumadora, a cada paso interrumpe para opinar, a veces en primera persona y con un nombre que quiere hacernos creer es el del propio Víctor Hugo, siempre en alta y cadenciosa voz, para interpolar reflexiones morales, asociaciones históricas, poemas, recuerdos íntimos, para criticar a la sociedad y a los hombres en sus grandes designios o en sus pequeñas miserias, para condenar a sus personajes o ensalzarlos. […] ¿Cómo es este narrador? Sus características más saltantes son la omnisciencia, la omnipotencia, la exuberancia, la visibilidad, la egolatría…» (La tentación de lo imposible, Madrid, Alfaguara, 2004, págs. 27-28).

«Prestidigitador de palabras», «poderoso taumaturgo»… En el fondo, su deseo último es el de suplantar a Dios. Porque «imitar al Creador, creando una realidad tan numerosa como la que Él creó, es una manera de querer sustituir a Dios, de ser Dios» (págs. 34, 35 y 199). Volvemos a estar en presencia de ese afán de totalidad que viene persiguiéndonos desde Goethe, de esa aspiración a un mundo completo, a una realidad abarcable y dominada. Nada lo detiene. ¿Que un despojacadáveres como Thénardier se halla en una página marginal de Waterloo? ¡Pues venga un libro entero para contar con exposición, nudo y desenlace toda la trascendental batalla! ¿Que Jean Valjean tiene que atravesar las alcantarillas de París con un herido a cuestas? ¡Pues venga otro libro, expresivamente titulado «El intestino de Leviatán», en que se remonta al huevo de Leda para contarnos la lejana historia de las cloacas desde la Edad Media hasta nuestros días! En Víctor Hugo ha resucitado el espíritu digresivo de Sterne, y creo que no me equivoco si añado que con ardides folletinescos de nueva generación. Rimbaud aseguraba que la novela de Hugo era «una maravilla, un verdadero poema». Tolstói quedó deslumbrado, la tuvo por «la más grande de todas las novelas», y no es improbable que Guerra y paz hunda sus raíces en esta admiración, como La creación de Haydn las hunde en su devoción obsesiva por El Mesías de Handel.

Entre los cinco primeros libros que Lezama Lima le presta a Reinaldo Arenas en la citada película Antes que anochezca, se hallaban, y no creo que por casualidad, Moby Dick y La isla del tesoro. No sé si Moby Dick es otro pilar o solo el arco que se apoya en las dos columnas de Tolstói y Hugo para embellecerlas de azul y pesadumbre. Cabe pensar que, aunque no existiera Moby Dick, Herman Melville (1819-1891) tendría asegurado su trono en el Olimpo de los inmortales solo por Bartleby, kafkiano antes de Kafka, relato que Borges tradujo y elogió sin reservas. Su leitmotiv, «Preferiría no hacerlo», ha dado origen a un género de escritores que Enrique Vila-Matas, en la primera página de Bartleby y compañía, ha denominado bartlebys, «esos seres en los que habita una profunda negación del mundo». No puedo dejar de recordar un poema de Olga Orozco, recogido en Las muertes (1951):

Bartleby

Había rehusado decir quién era,
o de dónde venía,
o si tenía algún pariente en el mundo.

Herman Melville, Bartleby

Nadie supo quién fue.
Nunca estuvo más cerca de los hombres que de los mudos signos.
Él hubiera podido enumerar los días que soportó vestido de gris desesperanza,
o describir siquiera la sombra de los sueños sobre el muro vacío.
Mas prefirió no hacerlo.
Nos queda solamente la mascarilla pálida,
la mirada serena con que eludió el llamado de todos los destinos,
la imagen de su muerte desoladoramente semejante a su vida.
No queremos pensar que fue parte en nosotros,
que fue nuestra constancia a las pacientes leyes que ignoramos.
Todos hemos sentido alguna vez la pavorosa y ciega soledad del planeta,
y hasta el fondo del alma rueda entonces la piedrecilla cruel,
conmoviendo un misterio más grande que nosotros.
¡Oh Dios! ¿Es preciso saber que no podemos interpretar las cifras inscriptas en el muro?
¿Es preciso que aullemos como perros perdidos en la noche o que seamos Bartleby con los brazos cruzados?
Preferimos no hacerlo.
Preferimos creer que Bartleby fue solo memoria de consuelos, de perdón, de esperanzas que llegaron muy tarde para los que se fueron;
testigo de un gran fuego donde ardió la promesa de un tiempo que no vino.
No será en ese cielo. En otro nos veremos.
Él estará también pálidamente absorto contemplando la otra cara del muro.
Deberá recordar una por una todas las cartas muertas.
Pero acaso aun entonces él prefiera no hacerlo.

Pero Melville es también el autor de esa locura que aterró a sus contemporáneos (apenas unas docenas se acercaron a comprar un ejemplar) y que mereció un poema de Borges incluido en La moneda de hierro (1976).

De Moby Dick se ha dicho que es heredera de la Odisea e incluso de la Divina Comedia. Un verso del poema borgesiano lo evoca, en efecto, conociendo «el gusto, al fin, de divisar a Ítaca». Tampoco Cervantes está ausente: en el cap. 26, en la invocación que el autor eleva al justo Espíritu de la Igualdad, oímos estas palabras: «Tú que cubriste con láminas del oro más fino dos veces batido el brazo manco y misérrimo del viejo Cervantes»… Lo cierto es que se trata de gran drama poético que sobrepasa con creces la aventura; es también una epopeya espiritual —una extraña fenomenología del espíritu— y una parábola sobre el hombre y su locura.

Podemos remontarnos más atrás. El libro está encuadernado con las tapas de otros dos, ambos bíblicos: el Libro de Jonás, del que el padre Mapple hace una extensa glosa en el sermón que prácticamente abre la historia, y el Libro de Job, con cuyo primer versículo 15 se cierra: «Solo yo escapé para contarlo». El eco desolador del versículo, monótona tortura como la gota china, se repite en los siguientes: 16, 17 y 19. Moby Dick todavía alcanza a colocar otro versículo en la última línea: el nombre de Raquel, el inútil barco salvador, que recuerda el desconsuelo de Jeremías (31,15), que vuelve a resonar como un eco en Mateo 2,18 a propósito del degüello de los inocentes: «Una voz se oye en Rama, / lamentación y amargo llanto; / es Raquel, que llora a sus hijos / y rehúsa ser consolada porque ya no existen». Sabemos que al menos un ejemplar de la Biblia navegaba en el Pequod. Toda la obra está impregnada de nombres y referencias bíblicas. Desde el propio capitán Acab e Ismael, pasando por Péleg y Bildad, hasta el viejo harapiento que lleva el nombre profético de Elías, el barco ballenero que lleva el de Jeroboam, o «el león rugiente», que es el leo rugiens de Prov 28,15 y Ez 22,25, y sobre todo el tamquam leo rugiens quaerens quem devoret de 1 Pe 5,8. Hay múltiples alusiones más o menos explícitas: «…el vendaval entero rugió, se dividió y crepitó a nuestro alrededor como un blanco incendio en la pradera que nos quemaba sin consumirnos» (cap. 48, premonitoriamente titulado «el primer descenso»), referencia a la zarza que ardía sin consumirse de Ex 3,2; «los días que Lázaro vivió después de su resurrección» (cap. 49); «como dice el Génesis» (cap. 50); «¡Ah, mi bravo capitán, por qué no nos mostraste a Jonás asomado a ese ojo!» (cap. 55; como es natural, Jonás aparece citado varias veces: p. ej., caps. 83, 102, 104); «Sí, oh necios mortales, el diluvio de Noé aún no ha terminado: dos tercios de este hermoso mundo están aún sumergidos» (cap. 58; Noé volverá a aparecer en 110 y 135, así como la ballena, que «durante el diluvio de Noé, desdeñó el arca», cap. 105); «Coré y los suyos» (cap. 58); «una carroza de cuatro caballos como a Elías» (cap. 64); quizá el «muéstrale un carbón encendido», que Stubb menciona a continuación, aluda irónicamente al carbón encendido con que fueron purificados los labios del profeta Isaías (6,5-7); como la cabeza «del gigante Holofernes del ceñidor de Judit» (cap. 70); «como los sedientos israelitas [bebían] de las nuevas fuentes que manaban de la roca hendida» (cap. 73: Num 20,8-11); una cita explícita del Libro de Job (40,31 y 41,18-21), en el cap. 81; «“Eres como un león de agua y un dragón del mar”, dice Ezequiel (32,2), refiriéndose sin lugar a dudas a una ballena» (cap. 82); cuando escribe: «Verás mis partes posteriores, mi cola —parece decirme [la ballena]—, pero la cara no podrás vérmela» (cap. 86) está parodiando Ex 33,23; «como el piadoso Salomón entregado a sus oraciones entre sus mil concubinas» (cap. 88); «el Templo de los Filisteos» (cap. 89); «Recuerden ustedes la frase de san Pablo, en los Corintios, sobre la corrupción y la incorrupción: cómo somos sembrados en la vergüenza pero exaltados en la gloria» (cap. 92: 1 Cor 15,42); «según narra sombríamente el primer libro de los Reyes» (cap. 95: 1 Re 15,13); «El hombre más sincero entre todos fue el Hombre de los Dolores [el “varón de dolores” de Isaías 53,3], y el libro más sincero fue el de Salomón, y el Eclesiastés es el hermoso acero forjado del dolor. “Todo es vanidad”. Todo. Este mundo obcecado aún no ha adquirido la sabiduría de Salomón, el no cristiano… […] El propio Salomón dice: “El hombre que se aparta del camino del entendimiento permanecerá (aunque esté vivo) en la congregación de los muertos” [Prov 21,16]» (cap. 96); «la terrible escritura de Baltasar [que vuelve a hallarse en el Mene, Mene, Tekel Ufarsin de cap. 119]… pesa la felicidad y la encuentra insuficiente» (cap. 99: Dan 5); Matusalén, Sem (cap. 104), Abraham (cap. 111); el Raquel llorando por sus hijos perdidos (cap. 128); «los elefantes de Antíoco, en el libro de los Macabeos» (cap. 132)… Es difícil agotar la lista.

«Una extraña fatalidad atraviesa todo el curso de estos acontecimientos» (cap. 54), una extraña fatalidad atraviesa todas las páginas del libro, y no es raro hallar en él síntomas de predestinación, «anuncios innegables del trágico fin que esperaba» al Pequod (cap. 93). «La vida es milicia», había dicho Job (7,1), e Ismael lo corrobora con una leve variante: la vida es como la caza de ballenas (cap. 98). La fatalidad grecolatina acompaña la persecución de la ballena. «Nos hundimos ciegamente, como el destino, en el Atlántico solitario» (cap. 22). El capitán Acab, como otro héroe homérico, sabe que «los cielos nos hacen girar en este mundo como un cabrestante, y el Destino es la palanca» (cap. 132). El capitán Acab, que llevaba «una crucifixión escrita en el rostro» (cap. 28), «llegó a identificar con Moby Dick no solo todos sus males físicos, sino todas sus exasperaciones intelectuales y espirituales» (cap. 41). «Cada revelación relacionada con los motivos más personales de Acab siempre se caracterizaba más por su significativa oscuridad que por su luz esclarecedora» (cap. 106). Comprendemos así que la ballena es un símbolo devastador. Cuando él intenta explicarlo dice: «Me obsesiona, me desborda: veo en la ballena una fuerza atroz poseída de una perversidad inescrutable…» (cap. 36). «La Ballena Blanca nadaba frente a él como la encarnación monomaníaca de todas las fuerzas perversas…, esa maldad intangible que existe desde el origen de todas las cosas…», y en fin, «identificaba en su delirio la imagen del mal con la de la aborrecida ballena» (cap. 41). En otro momento Starbuck la identifica con «la muerte y el infierno» (cap. 123). Un aliento borgesiano aletea sobre las aguas como el espíritu de Dios cuando se sugiere «la idea sobrenatural de que Moby Dick era ubicua: que se la había encontrado en latitudes opuestas al mismo tiempo… y no solo ubicua, sino también inmortal (puesto que la inmortalidad no es más que la ubicuidad en el tiempo» (cap. 41). El mismo espíritu borgesiano, con apariencia de aleph, sobrevuela el cap. 55: «Los brahmanes sostienen que en las casi innumerables esculturas de la pagoda inmemorial [la famosa caverna-pagoda de Elefanta, en la India], todos los oficios y las empresas, todas las ocupaciones concebibles del hombre se representaron siglos antes de que ocurrieran en la realidad»; y también en el tatuaje del cuerpo de Queequeg (cap. 110), «que era la obra de un profeta y vidente de su isla, ya muerto, que en esos signos jeroglíficos había registrado toda una teoría de los cielos y de la tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad, de modo que el cuerpo de Queequeg era un enigma, una obra maravillosa en un volumen, cuyos misterios ni siquiera él mismo sabía leer, aunque su propio corazón latiera debajo de ellos: esos misterios estaban, pues, destinados a perecer con el vivo pergamino donde estaban trazados y, de ese modo, a permanecer insolubles hasta el fin» (trad. de Enrique Pezzoni, págs. 338-39 y 578-79).

Hay un capítulo dedicado a la blancura de la ballena. Tras un recorrido sobre el misterio del blanco acaba diciéndonos que es «el soberano atributo de lo terrible». Pero ¿qué es lo terrible? Rilke —ya lo hemos recordado— diría que la belleza es el principio de lo terrible que todavía podemos soportar. Poe había concluido su Narración de Arthur Gordon Pym con aquel ser misterioso, «una figura humana velada, cuyas proporciones eran mucho más grandes que las de cualquier habitante de la tierra, y su piel tenía la perfecta blancura de la nieve». Al final del libro y principio de la persecución, cuando se descubre en toda su soberana majestad la blancura de Moby Dick, «una alegría serena, la intensa placidez del reposo en la velocidad aureolaba a la ballena. Ni siquiera Júpiter, aquel toro blanco que huyó a nado con una Europa asida de sus graciosos cuernos…, ni siquiera Júpiter, esa gran majestad suprema, aventajó a la gloriosa Ballena Blanca, que nadaba como una divinidad» (cap. 133). Quizá la esquiva ballena, además de la ubicuidad y la inmortalidad, encerraba también en sí el principio de otro aspecto de lo terrible, que no sé si podemos soportar. «La ballena era el símbolo de todas estas cosas», concluye el narrador. «¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?» (cap. 42).

En la película Zelig (1983), Woody Allen, con su ironía habitual, escribe este diálogo entre el rey de las metamorfosis, «el camaleón humano», Leonard Zelig (Woody Allen), y la doctora Eudora Fletcher (Mia Farrow):

Zelig.—En el colegio había gente muy lista. Me preguntaron si había leído Moby Dick.
Dra. Fletcher.—¿Y?
Zelig.— Me avergonzó admitir que no.
Dra. Fletcher.—¿Y fingió haberlo leído?
Zelig.—Sí.

Al final de la película, leemos que «en su lecho de muerte [Zelig] dijo que había disfrutado de la vida y que solo le apenaba morir porque había empezado a leer Moby Dick y quería saber cómo acababa».

Ironías al margen, un equívoco ha perseguido a este libro misterioso. Editado con frecuencia en colecciones infantiles y juveniles, a veces en resúmenes imposibles, el lector adulto no siempre ha eludido la tentación de evitar esta obra sobrecogedora, en la que se adivina el aliento de Shakespeare tras apóstrofes como este: «¡Ah, presentimientos y advertencias! ¿Por qué no os detenéis cuando llegáis? ¡Pero vosotras, sombras, sois más bien predicciones que advertencias!» (cap. 36); o tras el monodiálogo de Pip ante el doblón clavado en el mástil de la nave (cap. 99), digno de uno de los locos shakespearianos; o la breve escena teatral entre Acab y el carpintero que le está haciendo una nueva pierna (cap. 108). Fue Borges el que advirtió «una afinidad más profunda: la del Ulises infernal con otro capitán desdichado: Ahab de Moby Dick». Este Ulises infernal es el de Dante. Observen la corriente subterránea: Odisea, Comedia, Shakespeare, Melville.

Todavía queda una menos advertida. Todos sabemos que Quevedo había escrito una breve obra ascética titulada La cuna y la sepultura. El endecasílabo «cuna y sepulcro en un botón hallaron», lo vimos en el soneto a las flores de Calderón. «En mi cuna hay algo de mi tumba, y en mi tumba algo de mi cuna», escribió Chateaubriand en el prólogo a sus Memorias de ultratumba. Pues bien: Ismael, en las últimas líneas del epílogo, confiesa en cambio que halló su salvación en un ataúd:

«… el ataúd-salvavidas saltó en el aire con ímpetu a causa de su ligereza, volvió a caer en el mar y flotó a mi lado. Sostenido por el ataúd durante casi un día entero y una noche, anduve a la deriva en un mar sereno que parecía susurrar un canto fúnebre. Los tiburones, inofensivos, se deslizaban a mi lado como si hubiesen tenido cerrojos en las bocas; los halcones planeaban con los picos envainados. Al segundo día se acercó una nave y al fin me recogió. Era la errante Raquel. En la búsqueda de su hijo perdido, solo había encontrado a otro huérfano».

Es la última página del libro. Por esta vez el ataúd fue cuna.

En una página de Ciudad de cristal, un Paul Auster de ficción ve una fotografía de «un pueblo pesquero de Nueva Inglaterra, quizá Nantucket. […] Volvió la atención a la fotografía y se sintió aliviado al descubrir que sus pensamientos se desviaban al tema de las ballenas, las expediciones que habían partido de Nantucket en el siglo pasado, Melville y las primeras páginas de Moby Dick. Desde allí su mente pasó a los relatos que había leído sobre los últimos años de Melville, el viejo taciturno que trabajaba en la aduana de Nueva York, sin lectores, olvidado de todos. Luego, repentinamente, con gran claridad y precisión, vio la ventana de Bartleby y la lisa pared de ladrillo ante él» (Barcelona, Anagrama, 2007, págs. 66-67). Un leve resumen de la influencia de Melville.

John Huston rodó una película, con Orson Welles en el papel del predicador que glosó el Libro de Jonás y recitó sus versículos desde un púlpito que tenía algo de barco ballenero y algo del amenazador vientre del cetáceo.

Concluyo con un poema de Luis Felipe Comendador, de su libro Travelling, 2000:

Herman Melville avista desde su mesa una Ballena Blanca

Resopla el oeste
y va cargada de toda mi miseria.

Echad una chalupa con todos los aperos
en este mar de dudas,
que allí está mi destino;
y no esperéis por mí, que ya no vuelvo.

Pip, cuida bien mis campos de amapolas.

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2 comentarios en «El siglo de la novela o el descenso de la épica a la arena de los desheredados y la prosa»

    • El lujo es para este destripatextos, porque no supo hacerlo con los terrones, y ver y saber que si «no tiene aquel perder el tiempo en versos», menos lo tiene escribir sobre ballenas que no ha visto, «sabiendo con certeza que todo lo que escribe estaba escrito ya».
      Poeta de mi cabecera, «Comendador, que me pierdes»: Gracias, properciano de pro.

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